Caminar, algo tan simple, se había vuelto extraño y torpe durante mi embarazo. Fue en medio de esta fase de desequilibrio que, como ocurre con muchas cosas en mi vida, el azar hizo aparición. Un día, la propietaria de una tienda de artículos para bebés, qué además tiene una sección dedicada al calzado barefoot, notó mis sandalias e hizo un comentario sobre mis dedos pequeños un poco torcidos.
Ahí comenzó su discurso: la importancia de la libertad para los pies, el daño que hacemos al aprisionarlos en calzado convencional, y un largo etcétera que me dejó bastante intrigada.
No me dejé encasquetar unos zapatos ese mismo día por esa mujer tan persuasiva, pero volví a casa y me puse a investigar. Como suele ocurrir cuando algo tiene cierto sentido, le di una oportunidad a unas zapatillas deportivas para ir al gimnasio. Y ya no hubo vuelta atrás.
El calzado barefoot, como concepto, no es complicado. Basta con colocar tu pie descalzo en el suelo y observar. Ahora mira la forma que tienen la mayoría de los zapatos. Ser consciente de esta diferencia fue un antes y un después. Poco a poco, he ido adoptando únicamente este tipo de calzado, hasta el punto de deshacerme de casi todos mis zapatos “normales”. Los diseños de zapatos que antes me encantaban ahora me parecen feos y absurdos: cárceles estéticas, a menudo impuestas, que resultan ser un atentado contra la salud.
Durante mi embarazo, al empezar a usar calzado barefoot, recuperé inmediatamente el equilibrio y la estabilidad. Este año, he ganado movilidad, y mi equilibrio se ha multiplicado por dos. Cada paso que doy es un recordatorio de lo bien que puede sentirse algo tan básico como caminar.
No puedo evitar preguntarme cuántos otros aspectos de nuestra vida damos por sentado, simplemente por costumbre. Cuántas decisiones aceptamos sin cuestionar, porque así ha sido siempre, sin detenernos a pensar si realmente nos hacen bien. A veces, lo más cotidiano —como los zapatos que usamos o la forma en que caminamos— guarda lecciones importantes sobre el impacto que tienen nuestras elecciones en nuestra salud, nuestra forma de vivir y hasta en nuestra conexión con el mundo. Cambiar no siempre requiere grandes gestos; a veces, basta con mirar hacia tus pies y preguntarte: ¿es esto lo mejor para mí?