“Las historias de maldad en la historia no solo tratan de villanos individuales, sino de sociedades que han permitido que tales individuos florezcan.”
— Philip Zimbardo
El mal se esconde detrás de un compañero —o incluso de “un amigo”— que no duda en aprovecharse de una situación de vulnerabilidad. El mal también se esconde detrás de un militar dispuesto a obedecer sin cuestionar. No hace falta ser un monstruo para cometer actos de villanía.
La deshumanización no suele ser un gran acto visible, sino una corriente que fluye bajo la superficie, construida a partir de una serie de señales y mensajes sutiles que recibimos a lo largo de los años. Señales como la exposición ilimitada a redes sociales desde la niñez, el entretenimiento superficial que eclipsa la educación, y la cosificación de las personas. Otras señales más profundas y oscuras son la desvalorización de trabajos esenciales como el cuidado y la educación, el desprecio hacia la salud mental de los menores, y la indiferencia por la fragilidad humana. Estas actitudes, aparentemente “insignificantes,” calan y normalizan el sufrimiento y la desigualdad como partes inevitables de la vida.
Es así como el mal logra camuflarse y encontrar su lugar en la sociedad: en la indiferencia, en el mirar hacia otro lado. Aprendemos, sin darnos cuenta, a convivir con la apatía hacia las injusticias, creyendo que “no es para tanto.” Pero este goteo constante va erosionando la integridad y destruyendo los valores que sostienen una sociedad justa y empática. Poco a poco, el sufrimiento de otros se vuelve invisible, mientras seguimos adelante.
Cada voz que se alza, cada historia que se cuenta, representa un acto de resistencia contra este sistema que intenta silenciar. Las narrativas y los testimonios colectivos se convierten en herramientas poderosas, reconstruyendo la empatía y quebrantando el peso del silencio. Así, cuando una mujer comparte su historia, no solo recupera su voz, sino que invita a otras a hacer lo mismo, rompiendo el círculo de aislamiento y vergüenza que las mantenía en silencio.
Quienes alguna vez se hayan sentido atrapadas en esa maldita sombra, ojalá encuentren la fuerza para verbalizar su relato en un lugar seguro. Y recuerden: nos enseñaron a avergonzarnos de nuestras historias, pero la vergüenza ha cambiado de bando — gracias por tanto Gisèle Pelicot— y le pertenece al agresor y al sistema que lo protege. No están solas.