Nos encontramos a 90 segundos de medianoche. He pasado meses evitando las noticias, pero es imposible; los acontecimientos se depositan en mi subconsciente. Vidas que se pierden por todas partes y yo intentando sembrar en mi hogar —mi refugio— la alegría de estar vivo.
Reviso el historial de la hora del reloj del fin del mundo desde el año 1947. Una guerra, dos guerras, tres guerras, tantas guerras... ¿cuántas más quedan? Imagino que la respuesta cambia según quién responda. Yo, desde mi privilegio, no quiero más; quiero que paren. Quiero el mismo privilegio de paz y prosperidad para mi hijo. Pero no todo el mundo tiene las mismas circunstancias. Todavía hay gente en el mundo que muere injustamente. Hay gente que elige matar. Que elige cultivar odio. Que elige apoyar actos infames. Que elige votar a personas que no creen en la dignidad humana, en los derechos humanos, en las constituciones.
Gaza se muere. No puedo evitar caer en la oscuridad cuando amamanto a mi bebé casi dormido en brazos. Pienso en todas esas personas, esos niños, esos bebés. Israel no deja pasar la ayuda humanitaria. Somos animales; todo progreso y todo privilegio es una ilusión. Me viene a la mente un capítulo del Tao Te Ching: "¿Quieres mejorar el mundo? No creo que pueda hacerse. El mundo es sagrado, no puede mejorarse." Hay algo de refugio en esas palabras. El capítulo cierra así: "El maestro ve las cosas tal cual son sin intentar controlarlas. Deja que sigan su propio curso y reside en el centro del círculo."
He decidido sentarme y escribir sobre esto para buscar una grieta por la que pueda entrar la luz. Un brote verde en medio de la destrucción. ¿Qué hacer? Aceptar el mundo tal como es. El dolor y el sufrimiento forman parte de él. Sembrar semillas de prosperidad: amor y compasión. Cuido a mi familia y a mi hijo de manera respetuosa. Hablo —y escribo— sobre lo que duele y lo que incomoda. Oigo la puerta; mi pareja y mi bebé vuelven a casa. Lo dejo todo y voy a su encuentro con una sonrisa; este momento es la vida entera.