Si hay algo que me da paz en esta etapa de mi vida es aceptar, sin reservas ni excusas, que me he equivocado. Muchas veces. Decisiones erróneas, palabras que no debí decir, maneras de tratar a otros que hoy me pesan. Admitirlo me libera.
Es como abrir una ventana sellada durante años y dejar que el aire fresco limpie el polvo acumulado. Sí, he cometido errores, y sé que no serán los últimos. Pero no cargo con ellos como una cadena; los llevo como una mochila ligera que me recuerda que soy humana.
Hace unos días, compartía un café con una amiga. Charlábamos de la vida, nuestras cicatrices y los tropiezos que aún duelen. En un momento, ella me dijo:
—¿Te has fijado en cuántas personas no pueden admitir que se equivocan?
Le respondí casi sin pensarlo:
—Es como si admitirlo fuera una derrota, cuando en realidad es una liberación.
Vivimos en un mundo que nos enseña a avergonzarnos de nuestros errores, a esconderlos bajo la alfombra de las excusas. Pero, ¿no es un acto de valentía aceptar nuestra imperfección? Qué ligero se siente el corazón cuando admitimos que hemos fallado. La vida, al final, no es una lista de éxitos impecables, sino una colección de errores que nos hacen auténticos.
Jordi Soler, en La Resquebrajadura, lo describe con una imagen hermosa: “El proceso de reconstrucción de uno mismo, que en condiciones ideales tendría que durar toda la vida, fue representado por Plotino con una sugerente imagen: esculpir la propia estatua. (…) La escultura es un arte fundamentado en la eliminación de la materia”.
Ir a terapia, distanciarme de lo que me hacía daño, practicar el “contacto cero”. Dejar atrás prejuicios. Todo ha sido parte de ese proceso de esculpirme. Con el tiempo, he comprendido que mi satisfacción no se mide en logros, dinero o “likes”. Lo que realmente importa son los momentos de calma al final del día, los besos que puedo dar, y esta certeza simple pero poderosa: después de unos años eliminando “materia” ya se empieza a ver la forma que busco.