#8 Saber cuándo despedirse
La primera vez que sentí que nada volvería a ser lo mismo fue durante un abrazo de despedida cuando tenía 18 años. Me iba a otra ciudad a estudiar en la universidad. Lo supe porque durante un segundo me transporté a la fiesta de despedida en Caracas, al avión, a la llegada a un lugar nuevo y a ver que mi vida cambiaba para siempre sin yo quererlo.
Aún conociendo esa sensación de puerta que se cierra, ante la despedida de personas a las que he amado, siempre albergo un ápice de esperanza de que nada cambie. Puede parecer que a veces ocurre, así que evito la despedida. Pero se dan una sucesión de cambios imperceptibles que van separando nuestros caminos y, en lugar de entenderlo, pienso “ya no importo, ya no me quiere”. Nada más lejos de la realidad. Lo que realmente ocurre es que la vida cambia, el contexto cambia y las personas cambiamos. Yo he cambiado. Tanto, que a veces no me reconozco cuando revisito recuerdos de mi pasado.
Como si la vida se tratara de una caminata que transitamos acompañados. Si nuestros compañeros quieren cambiar de destino, o quieren ir a otra velocidad, o seguir otro camino, la despedida es inevitable. No tiene que ser una despedida para siempre, puede ocurrir que los caminos vuelvan a cruzarse. No por promesa, sino por probabilidad.
En mi experiencia, existen anomalías, las personas satélite que permanecen porque todos los cambios que van ocurriendo en nuestras vidas son similares. Pero lo que une a las personas profundamente no son los contextos. Que unen, sí, pero son vínculos más frágiles. Tampoco una actividad en común. Lo que me une a otras personas son las convicciones, cómo procesamos la experiencia, cómo sentimos, cómo nos comunicamos. Lo que une son los valores y principios que rigen la vida que decidimos vivir.
Cuando una persona sale de tu vida es como cuando recibes una visita en casa y luego se van. ¿Qué haces? Te despides. Te despides porque todo cambia y no sabes qué puede ocurrir mañana. Te despides, porque si me hubiera despedido aquella noche en el hospital, no me seguiría pesando el te quiero no dicho. Te quiero abuelo. Nunca has dejado de estar conmigo. Me despido y doy las gracias por lo que vivimos. Y doy las gracias por las hermanas de otra madre que tuve cuando más lo necesitaba, por las convivencias más divertidas de la historia, por compartir un verano improvisado al sol. Por la risa. Por este amor inmenso que siento en el pecho. Ojalá nos volvamos a encontrar.